"Hay problemas que para resolverlos -escribe Leo Talamonti, en "Universo Prohibido"- es oportuno hacer converger la voz de los poetas con la de los estudiosos, y utilizar posiblemente también las aportaciones de aquella gran maestra de la vida que es la tradición en sus líneas más genuinas."
Y los doctores eclesiásticos enseñan que el culto público dado durante siglos a una reliquia antigua, hace presumir la prueba de su verdad, lo que vale tanto como los mejores documentos históricos.
Ahora bien, una tradición constante e ininterrumpida, confirmada desde los primeros tiempos por un documento de primera magnitud, El canon de la Santa Misa. y conservada en Roma con la positiva aprobación de los primeros Papas por espacio de dos siglos, afirma y sostiene la autenticidad de tan estimable joya. A partir de Sixto II y el martirio de San Lorenzo, va haciéndose esta afirmación más se gura y solemnemente autorizada, sobre todo en el Reino de Aragón y, especialmente, en los obispados de Huesca y Jaca, hasta adentrarse de modo definitivo en el plano de lo histórico, con documentación ya plena y formalmente garantizada.
Existen, además, otras razones en apoyo de la fuerza probativa que constituye el culto tradicional al Santo Cáliz, como puede ser la consideración de que sería temerario sospechar ni siquiera que se hubiera podido perder tan preciada reliquia, ya que ello acusaría descuido inexplicable en el <Padre de Familias> de que nos habla el Evangelio, al cual pertenecía, y en cuya morada se celebró la última Cena; así como en los Apóstoles, cuando vemos conservaron tantas otras de Nuestro Señor, incluso no más importantes, como el Santo Pesebre que se guarda en Santa María la Mayor; la Mesa de la Ultima Cena que se venera en San Juan de Letrán; la fuente o «Catino» del cordero pascual, en Génova; la Sábana Santa que envolvió su cuerpo y que se conserva en Turín; la Corona de Espinas, la Sagrada Lanza, Los Clavos de la Pasión y el mismo Sepulcro.
Pero veamos qué es lo que nos refiere la tradición:
Ella nos dice que la preciosa Copa debió pertenecer a persona de alta alcurnia, ya que su riqueza y finura denotan una categoría artística y material superior a los toscos vasos de vidrio, madera o barro usados entonces por la gente ordinaria. Es de suponer, pues, perteneciera al dueño del Cenáculo que, como sabemos por los Evangelistas, era hombre acomodado, pues que poseía una suntuosa vivienda y sirvientes, el cual debió ofrecer al Maestro el mejor de sus vasos, con los demás utensilios necesarios para la cena legal que precedió a la primera consagración eucarística.
Tras la muerte del Señor, es lógico pensar quedara la Sagrada Copa bajo la custodia de la Santísima Virgen, y que San Juan, el discípulo amado y custodio de María. lo usara para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa ante la Señora.
Siuri, Obispo de Córdoba, y Sales que lo cita, entre otros historiadores, opinan que a la muerte de la Santísima Virgen y separados los Discípulos para anunciar la Buena Nueva a todas las naciones, debió hacerse cargo de tan insigne reliquia San Pedro, elegido por Jesús como cabeza visible de la Iglesia. Este lo llevaría consigo a Roma, donde, después de usarlo él para celebrar el Santo Sacrificio, continuaría vinculada su posesión en los veintitrés Papas, sucesores de Pedro, que ininterrumpidamente siguieron consagrando y bebiendo en el Cáliz del Redentor su Divina Sangre, y que incluso dieran en ocasiones la suya propia, en testimonio de su fe y en defensa del Evangelio.
Precisamente, las palabras que preceden inmediatamente a la Consagración del Sanguis, repetidas des de hace siglos en todo el mundo por infinidad de sacerdotes y escuchadas o leídas por multitud de fieles: <Accipiens et HUNC PRAECLARUM CALICEM in sanctas ac venerabiles manus suas...>, esto es, <tomando ESTE PRECLARO CÁLIZ en sus santas y venerables manos...>, parecen ser una clara alusión al Cáliz de la cena que tendrían presente los Pontífices al consagrar, y que luego pasaron a ser el canon de la Misa.
Tras dos siglos de permanencia en Roma, advino una época de gran violencia, que aún superara otras anteriores, promovida por la persecución de Valeriano y Galieno. El imperio romano se ahogaba en su impotencia económica, y las riquezas de los cristianos que según sus perseguidores imaginaban debían ser fabulosas, podían constituir un buen remedio. El edicto apareció en el año 257 y se reiteró en el 258. Los secuaces de Valeriana se dedicaron al pillaje de las limosnas cristianas, llegando en su afán de lucro a allanar hasta las Catacumbas, protegidas por la legislación romana. Encarcelado y condenado a muerte el Papa Sixto II por negarse a entregar al Emperador los objetos de valor que le quedaban a la Iglesia, todavía halló medio, antes de su martirio. de ordenarle a su fiel diácono y tesorero Lorenzo que distribuyera estos bienes inmediatamente entre los pobres, lo que así hizo el fiel diácono, a exención del Santo Cáliz, que en un fervoroso y sin duda inspirado deseo de salvar a toda costa del peligro que corría en Roma, enviaba dos días antes de su propio martirio, a Huesca, su ciudad natal. acompañado de una carta de remisión en la que ordenaba fuera entregado a sus padres, Orencio y Paciencia. que a la sazón vivían en su casa y posesión de Loret, hoy iglesia de Loreto, a extramuros de Huesca.
Un momento de esta piadosa tradición del tras lado del Santo Cáliz, de Roma a Huesca. viene a ser corroborado y plasmado en uno de los frescos que se conservaban en la Basílica de San Lorenzo, en las afueras de Roma, donde aparece el glorioso Diácono entregando a un soldado, que aparece arrodillado, un cáliz con asas, que parece recibirlo con adoración, acompañado de otro soldado armado como testigo del acto o como defensor de la alhaja. Este fresco desapareció en el bombardeo de Roma por los aliados, en la última guerra mundial.
Recibido en Huesca el Sagrado Cáliz. con la carta que le acompañaba y que desgraciadamente desapareciera en el transcurso de los tiempos, afirmóse entre los cristianos oscenses la veneración que merecía tan insigne reliquia, en proporciones verdadera mente profundas, si bien teniendo que salvar épocas de persecución y peligros que imponían la ocultación y el secreto. Recordaremos, por ejemplo, las terribles y constantes persecuciones decretadas por los Emperadores romanos. principalmente las de Diocleciano y Maximiliano; las espantosas luchas y apostasías motivadas por la irrupción de los bárbaros del Norte, que sujetaron esta comarca al dominio de los visigodos desde principios de! siglo V hasta la invasión de los árabes en el VII, y el gran peligro que supuso el expolio de Childeberto, aquel Rey de París que se llevara sesenta cálices artísticos de oro de las iglesias de España. Afortunadamente o no pasó por Huesca el regio <<cleptómano>> coleccionador de cálices ricos o quiso la Providencia que no llegara a tener noticias del nuestro.
Poco más de 200 años había permanecido en Roma y 450 en Huesca cuando en el año 711 tenía lugar la invasión árabe de España. Un año después, el Obispo de Huesca, Acisclo, ante el arrollador avance de los invasores, abandona con su clero la ciudad de Huesca, siguiendo a los nobles, guerreros y pueblos que no querían caer bajo el yugo musulmán, llevando consigo cuanto de más precioso en cerraban sus iglesias y, sobre todo, el Sagrado Cáliz de la Cena del Señor, continuando su repliegue poco a poco, en sucesivas etapas, por los más ocultos caminos de las montañas del Norte, hasta llegar secretamente a San Juan de la Peña, cenobio rodeado de misterioso culto e inspirador de leyendas, que iba a ser guardador durante cuatrocientos años de la estimada Reliquia.
El origen de este Monasterio se confunde con el del pueblo aragonés. Se halla situado a 16 Km. de la frontera francesa, a 30 de Jaca y a 27 de Huesca, en un escondido rincón en que el ánimo se sobrecoge ante la monumentalidad de la naturaleza y el espíritu se maravilla frente a la contemplación de aquella creación arquitectónica del siglo XI, exponente insuperable del estilo románico en armónica conjunción con primorosas muestras del mozárabe, del bizantino y del gótico.
La tradición nos lo presenta así. Era hacia fina les del siglo VIII, cuando parece ser que un ilustre doncel cristiano de Cesaraugusta, llamado Voto, persiguiendo en vertiginosa carrera a un ciervo, llegó al borde mismo de la inmensa peña que en la cima del monte Pano vemos hoy constituye la bóveda del Monasterio antiguo. Ante el peligro, invocó a San Juan Bautista, y el milagro se hizo. El caballo quedóse rígido en el último instante al borde mismo del precipicio. Se había salvado.
Al espanto siguió la curiosidad. Abrióse paso entre la espesa maleza, descendió al fondo y allí se encontró. bajo una gruta profunda, una pequeña ermita dedicada al Bautista, y también los restos incorruptos de un venerable anciano ermitaño, Juan de Atarés, reclinada su cabeza sobre una piedra en la que una inscripción mencionaba su nombre. Tras dar sepultura al ermitaño regresó Voto a la ciudad, vendió sus bienes y regresó acompañado de su hermano Félix para recluirse entre aquellas agrestes soledades. Hasta aquí lo que nos dice la piadosa tradición. Luego la historia nos dirá que San Juan de la Peña era un monasterio benedictino que fundara el rey Sancho Garcés sobre una ermita que en el mismo lugar edificara un ermitaño llamado Juan de Atarés.
Si alguna vez llegáis a visitarlo, podréis ver toda vía en él: la llamada sala del <Concilio>, estancia lóbrega e irregular, con bóvedas de medio cañón y grandes arcos de medio punto, que, con la iglesia baja y cripta abacial, conforman las partes más antiguas y venerables del cenobio, todo él de roca viva y con aspilleras como ventanas, más dignas de un castillo que de un santuario, pero que proclaman lo belicoso de aquellos siglos. También, ya en la planta principal, la iglesia alta, hermoso y puro ejemplar del románico aragonés del siglo XI y donde estuvo expuesto el Santo Cáliz a la veneración de los fieles; el Panteón Real, en el que reposan los restos de casi todos los Reyes de la dinastía pirenaica; el llamado Panteón de Nobles aragoneses, ejemplar famoso y único de la arquitectura románica donde reposan los ricos-hombres junto a los rudos y sencillos guerreros de la época heroica; el Claustro, de impresionante majestad, belleza y originalidad artística, con cuatro hermosas galerías, arcos de los tipos más variados y preciosos capiteles esculpidos primorosamente con relieves del Antiguo y Nuevo Testamento, y las capillas de San Victorián y de San Voto y San Félix, con acceso al claustro. Por cierto, que en la primera de ellas, del estilo gótico más depurado, edificada a principios del siglo xv con la finalidad de servir de decoroso enterramiento de los abades, por el valenciano Juan Marqués, promovido a la mitra da dignidad por el Papa Luna, se muestra esculpido un curioso detalle que merece ser recordado; es la aparición en el gablete del frontispicio de la capilla, formado por cinco archivoltas ricamente festoneadas con piñas, hojas, florones, bellotas, caracoles y otros motivos más, delicadamente combinados, el escudo de Valencia, rudamente tallado, que nos muestra el rombo con las barras de Aragón, con un casco, la corona real y lo Rat-Penat, sobre él; todo ello petrificado e inmutable, tal vez como huella y testimonio de la presencia del abad valenciano y del recuerdo entrañable de su tierra natal.
Este es el lugar recóndito, maravilloso y seguro por su fragosidad y alejamiento de los territorios todavía en lucha con los árabes, donde durante más de dos siglos y medio continuó la Sagrada Reliquia, ahora ya bajo la custodia de los monjes cluniacenses y el singular afecto y protección de los reyes de Aragón, todo ello realzado por las virtudes de los Santos y la fama de los héroes, cuyos venerables restos vendrán a reposar en los panteones del monasterio, como perenne guardia de honor del Sagrado Vaso.
Y va a ser durante este tiempo, de epopeya y grandeza, de fe y heroísmo, cuando van a tener su pleno desarrollo las peregrinaciones y cruzadas que llevarán con ellas la noticia, aureolada con la fantasía y el romance, de la presencia del Santo Cáliz entre abruptas montañas; narraciones que darán origen a bellas y numerosas leyendas sobre el Santo Grial y sus héroes, que juglares y trovadores repetirán y extenderán a su paso, y que un día, el gran genio musical incomparable del siglo XIX, Ricardo Wagner, transformará en el más extraordinario drama lírico de todos los tiempos.